Los augurios para dos equipos que participarían en el
Clásico Mexicano del pasado sábado, no eran nada buenos. Primero, el
Guadalajara partía como la víctima propicia para confirmar que la Liga Bancomer
debería cambiar su nombre por Liga del América; y así sucedió. Segundo, la
designación del equipo arbitral, comandado por Ricardo Arellano, dejaba muchas
dudas, ya que la regularidad y confiabilidad de Ricardo no son su carta fuerte,
pero en este rubro, vaya que nos tapó la boca a todos (a menos que me salga
algún valiente a decir que confiaba en un buen arbitraje del hidrocálido).
Del paseo amarillo a los rojiblancos no hay mucho que decir,
ya que fue evidente y hasta descarado, cómo en tres minutos decidieron los
pupilos de Herrera terminar con la moral tapatía y llevarse el Clásico casi
caminando.
Apenas habían pasado unos 10 minutos de partido, cuando
apareció la primera señal de alerta del lado de los jueces. Raúl Jiménez tomó
un pase al menos dos metros adelantado de la línea del penúltimo defensor
chiva, pero de manera inexplicable, Alberto Morín se quedó con la bandera
enredada en sus pensamientos cósmicos. Michel se encargó de apagar el fuego y
el despiste mayúsculo de Morín quedó en anécdota.
Dice el dicho que lo que mal comienza, mal termina. Nada más
erróneo en esta ocasión. Sin temor a equivocarme, ni Ricardo Arellano, ni sus
colaboradores, volvieron a tomar una mala decisión en los restantes 80 minutos
de partido.
En la que fue la mejor decisión del juego, Arellano no se
vuelve loco con la falta de Aquivaldo a Rafa Márquez Lugo afuerita del área
local. El balón seguiría de largo alejándose del centro del área, lo que anuló
de facto la oportunidad manifiesta de gol. Tarjeta amarilla perfecta y párenle
de contar con las acciones destacables en materia arbitral.
Como en esta ocasión me da mucho gusto relatar de un gran
arbitraje, no voy a caer en la postura reaccionaria de ver un vaso medio vacío
y adjudicar el control de partido a los jugadores, en menosprecio de la
capacidad arbitral.
Tampoco se puede obviar que en un juego tan disparejo, con
poca resistencia de uno de los rivales, pero que en la medida de sus
posibilidades recurrió a tratar de jugar bien futbol, en lugar de abusar de la
fuerza y la temeridad, la chamba del árbitro se aligera. La verdadera virtud de
Arellano y sus compadres Morín y Delgadillo, fue la de entender que, por más
llamativo que fuera su uniforme rosa, eso era lo único que debía resaltar de
ellos en los 90 minutos, y vaya que lo cumplieron.
Hace mucho que no veía a un árbitro tan concentrado en un
partido de futbol; sobra decir que a este mismo Arellano nunca, como vi a
Ricardo el sábado en el Azteca. Fue verdaderamente increíble la forma de
mantener la calma siempre, correr con mucho sentido por el terreno, tomar
decisiones trascendentes sin siquiera recibir una protesta desmedida (más allá
de las normales, tengan o no tengan razón los futbolistas), y lo más
importante, fue capaz de conjurar el encantamiento de la invisibilidad, porque
en enormes lapsos del juego, el silbante parecía ni siquiera estar en la
cancha.
Parece que Ricardo Arellano perderá su gafete de FIFA el
próximo año, principalmente por las carencias descritas al inicio de este
texto, pero pase lo que pase con su carrera, el Clásico Nacional del Apertura
2013, ha sido uno de los mejor arbitrados de los últimos 10 años, y no creo
estar exagerando. Es más, desde que Arturo Brizio era el dueño absoluto de
estos partidos, me parece que no destacaba tanto un árbitro.
Colofón
El Vuosogate ya no dio para mucho el fin de semana, porque
aunque se notó una marcada protección al delantero atlista para bajarle la
temperatura al conflicto, el triunfo azul fue claro, pero con una pequeña duda
de una jugada entre Perea y Cufré, que algunos piensan debió marcarse penal
favorable a los rojinegros (yo no creo, aclaro). Lo malo de todo esto es que me
tuve que refinar todo el partido, que la verdad estuvo bastante regular.
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