Esta semana sucedió una jugada un tanto rara para un partido
de futbol. Resulta que un jugador del Atlas, en su partido del sábado contra
Pumas en el Estadio Jalisco, se encontró con un doceavo participante que jugó,
involuntariamente, en favor de los universitarios. Me explico. Como ya es
costumbre, con todo y lo reciente del partido, no tengo ni idea de quién fue el
atlista que disparó a la portería de Palacios, que en el camino del balón al
arco, encontró la humanidad del árbitro, Alfredo Peñaloza, que desvió el tiro
hacia afuera del campo.
Tal vez recuerden que tengo un hijo adolescente, atlista
hasta la médula, que de inmediato me denunció el robo que había sufrido su
equipo; que el árbitro tiene la culpa de todo y locuras de ese tipo. En su
ignorante pasión, también me exigió que se marcara saque de esquina, porque el
tiro iba a gol (ya se imaginarán que todo lo que hacen los árbitros en la
cancha es culpa mía, especialmente cuando juega el Atlas). Y como también ya
estarán acostumbrados de que por cualquier detalle me inventó 600-700 palabras,
aquí viene mi reflexión al respecto.
En las Reglas de Juego, se establece claramente que el
árbitro es parte del juego activo cuando interactúa con el balón o los
jugadores. Puede ser que el redondo lo golpeé, o que incluso tenga contactos
físicos con los jugadores, provocando modificaciones a los cursos de las
jugadas. ¿Cuántas veces no hemos visto a un silbante tan cerca de la jugada,
que los jugadores lo tienen que esquivar, o hasta burlar? ¿Y qué tal las
paredes y hasta asistencias de gol por un rebote involuntario?
Lo que sucedió en el Jalisco es una acción contemplada en
las normas futboleras. Reglamentariamente, el árbitro no pertenece a ningún
bando, por más obvio que pueda leerse, pero al igual que mi atlista en casa,
muchos podrían creer que la reanudación de este hecho debía ser saque de
esquina. Pues no es cierto. El último jugador en tocar el balón antes de que
saliera del terreno, fue un atlista; ergo, saque de meta. Si bien el árbitro
modifica el curso de la jugada, es un ente neutro dentro del campo. Al igual
que los postes de la portería o los banderines de las esquinas.
Aprovechando que me queda espacio, les cuento una anécdota
que me sucedió hace ya un montón de años. Era un partido de una liga de
aficionados en Guadalajara, de ésas con mercenarios y muy buen nivel. Después
de señalar una falta en medio campo, un jugador que se sintió muy vivo, pateó
muy despacio el balón para que me pegara en el tobillo y, según él, ponerlo en
juego para conducirlo hacia la meta contraria. La marqué tiro libre indirecto
por jugar el balón dos veces seguidas, sin que interviniera antes otro
compañero o un rival.
Técnicamente hablando, eso que le hace tanta falta a los
árbitros en día, es un error considerado grave. Por la notable ausencia de
capacitación eficaz, sumada a la aburguesada costumbre de los jueces de hacer
honor a su mote de “centrales”, es cosa de todos los días ver cómo corren sin
sentido para alejarse del flujo de la jugada, muchas veces sin éxito.
Un árbitro tiene que encarar las acciones de juego siempre
desde la parte exterior del flujo del balón y los jugadores. La tan mentada
diagonal es eso, llegar desde un costado a la jugada, no alejarse de ella desde
el centro. Los balonazos a los del silbato, más los empellones con los
jugadores, son más frecuentes de lo deseado.
Para el anecdotario quedara esta acción de Peñaloza, que
envidiarían el mismo Pikolín, Reynoso o Cufré.
Colofón:
Si no fuera por Peñaloza, hubiéramos tenido una
entrega más de Misterios del Juego Limpio. Omar Arellano, de Monterrey,
privilegió continuar una jugada de gol, que afortunadamente terminó en eso, en
lugar de canjear una falta clara de Yarborough por un penal en su partido ante
León. Y al igual que en la última ocasión que publiqué algo al respecto, Paul
Delgadillo se sacó también un diez al otorgar la ventaja que culminó en el
tanto de Suazo. ¡Bien por Arellano y Delgadillo!
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