En esta ocasión quiero compartirles una historia que conocí muy de cerca, y que al final se darán cuenta que embona adecuadamente en la coyuntura arbitral de la actualidad en México.
Todo empezó hace unos 13 años. La carrera futbolística, al igual que la de la escuela, había terminado para Javier (así le llamaremos al personaje en cuestión). Había terminado sus estudios en Comunicación, y por ende su última etapa como futbolista de alto nivel con el representativo de su universidad. El silbato lo había seducido desde unos años antes, pero decidió primero terminar sus estudios, antes de buscar el profesionalismo en esa actividad.
El primer paso fue adherirse a un Colegio de Árbitros de Guadalajara, concretamente el de la Liga Interclubes. Ahí empezó su pequeña y creciente adicción por las reglas y su impartición en una cancha de futbol. Su primer partido dirigido lo marcó para siempre. Además del silbatazo inicial, su siguiente intervención fue para señalar un tiro penal, expulsión incluida para el infractor, que impidió con la mano una jugada de gol. La tarjeta roja en alto y el rostro sereno, pero muerto de nervios por dentro, es una imagen que detonó su sueño. Quería hacer lo mismo en un campo de Primera División; que los comentaristas alabaran su determinación y valor para sancionar así en los primeros minutos del juego, aunque la jugada que relato fue en un partido de juveniles de 15 años.
La sensación de ser el amo del campo en los 70 u 80 minutos que duraban los partidos que dirigía en esa liga, lo impulsaban a buscar más. Primero fue una Liguilla de Juveniles, después el brinco a la Categoría Libre, donde todos querían arbitrar, más Liguillas y finales; su ambición no tenía límites.
En agosto de 2001 inició el curso para ser árbitro profesional. La clase era de aproximadamente 50 aspirantes, de los cuales apenas una cuarta parte lograría su primera meta. Entrenaba con los profesionales, ahí estaban algunos de sus ídolos, como Jesús Robles, y algunos que en aquel entonces eran figuras en proceso, como Paul Delgadillo, Marco Cueva, Erim Ramírez o Román Medina.
Cada día crecía más ese sueño, ya convertido en obsesión. No le importaba lo que le pasara en sus partidos, Javier mantenía su deseo intacto de hacer valer las reglas en las canchas profesionales de México, y el llano se estaba convirtiendo en su mejor escuela. El camino empezaba a torcerse, cuando deliberadamente señalaba acciones que sabía le provocarían conflictos. No importaba, el poder del silbato lo había seducido por completo. Ser el centro de atención provocaba una reacción indescriptible, así fuera para bien o para mal.
Durante el curso de aspirante tuvo varias oportunidades de probar el profesionalismo de la Tercera División, siempre como asistente, pero no importaba, la meta estaba cerca. Ahí fue aprendiendo también de los rincones oscuros del arbitraje. Las charlas entre compañeros con experiencia eran oro molido, aunque los consejos no fueran siempre buenos.
Cuando por fin recibió la noticia de que había sido considerado para integrarse a la Delegación Jalisco de Árbitros Profesionales, la alegría fue inmensa. Según sus cálculos, su Mundial sería el de 2014. Con 39 años llegaría en toda su madurez, siendo la gran figura del arbitraje mexicano. Pero tenía que hacerlo rápido, ya que la edad lo tenía contra las cuerdas. Convertirse en profesional a los 27 años no era una buena noticia. Tenía dos años máximo para subir a Segunda y otros tres para alcanzar la Primera A. No había tiempo para seguir el proceso, o sería dado de baja.
Las atenciones recibidas en los campos que visitaba para dirigir partidos de Tercera División eran la mayoría de las veces cordiales, unas ocasiones muy buenas, pero otras tantas muy desagradables. El ego comenzó a apoderarse de él, y la enfermedad del protagonismo lo había invadido. Aplicaba las reglas a rajatabla, muchas veces con el conocimiento de que los criterios que utilizaba no serían comprendidos por jugadores, técnicos y aficionados, lo que le provocaba constantes conflictos. Invalidaba goles por faltas insignificantes, o expulsaba jugadores por entradas que podían manejarse de otra manera. Era intolerante a las protestas, ya que no concebía que alguien que desconociera las reglas le dijera cómo aplicarlas. Ahí empezó a cavar su tumba.
Otro de los motivos que obstaculizaban su crecimiento, era la negativa a entrar en el juego de la sumisión ante los directivos arbitrales. Su vanidad le dictaba que las actuaciones en el “verde” eran su pasaporte a la gloria, no los favores ni los regalitos a los jefes.
El sueño terminó pronto. No habría Mundial de 2014, vaya, ni siquiera Primera A. Lo más lejos que llegó fue a ser asistente en algunos partidos de Segunda División y central en el extinto Torneo Nacional de Reservas.
La enfermedad del protagonismo, la soberbia y el sentido equivocado que le dio a su labor como conductor de futbol, buscando ser el centro de atención, acabaron con su carrera. Después tuvo oportunidad de ser dirigente de los árbitros jaliscienses, así como asesor en Primera A, donde pudo transmitir esta experiencia a otros, para que no vivieran lo que él vivió.
Hoy, tomo el teclado para comunicar mi manera de ver y sentir el arbitraje. Hoy, entiendo mejor los motivos que llevan a los árbitros de Primera División a buscar más los reflectores que una buena conducción del juego. El poder del silbato y las reglas seduce. Es una enfermedad, que en México se puede convertir en epidemia, porque aunque muchos nos quedemos en el camino, otros pocos sí alcanzan su sueño de dirigir un Clásico Nacional.
Colofón
A la memoria de mi Maestro, Don Jorge Salles Cuervo. Licenciado, la vida no nos permitió llegar más lejos, pero su recuerdo imborrable queda en el corazón agradecido de un chico al que le dio toda su confianza hace 13 años.
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