Esta segunda entrega de la serie lleva un título general,
aunque también podría ser “El Karma”. Los pongo un poco en contexto. Hace como
un año regresé a las canchas como futbolista, actividad que tenía ya una buena
cantidad de años sin hacer de manera organizada. Mi equipo, Camerún, participa
en la Liga del Ciencias. Es una competición principalmente recreativa,
compuesta por equipos de alumnos, egresados, personal e invitados del Instituto
de Ciencias, un prestigioso colegio tapatío.
En mis años mozos, antes de convertirme en árbitro, era el
azote de los silbantes. Una vez que me pasé al lado oscuro de la fuerza, dejé
de jugar por aproximadamente 10 años. Ahora que volví a calzarme los “tacos” y
las espinilleras, me prometí que dejaría de ser el gritón oficial, para
dedicarme a jugar. No lo he conseguido del todo, pero mi conducta es bastante
mejor que en mi anterior época de pateabalones.
Con el paso de los partidos, he ido conociendo a los
árbitros que dirigen nuestros partidos. El jefe de ellos, al que cariñosamente
llamaremos “Zorro” (no por sus conductas personales, sino porque es la mascota
oficial del Atlas), es en términos llanos, un silbante del ídem, con cierta
experiencia y algo de capacidad, pero un grave defecto: es rencoroso. Nos ha
arbitrado en los dos últimos partidos que hemos jugado. En el primero tuvimos
un ligero altercado por una serie de marcaciones que realizó, pero
aparentemente no había pasado a mayores. Iluso yo.
El miércoles de la semana pasada (13 de junio), jugamos un
partido pendiente. En la primera pelota que tomé, un adversario me hizo una
entrada muy alevosa por la espalda. El “Zorro” se tragó el silbato, lo que me
molestó bastante, reclamé fuerte y hasta amarilla me gané. De ahí en adelante,
fue un concierto de marcaciones en contra mía y de mi equipo.
Al final, el marcador fue una derrota dolorosa por 1-0 ante
una banda de chamacos pretenciosos, que disfrutó burlándose de mi equipo, ante
la complacencia del árbitro.
No pude dejar de recordar a tantos y tantos jugadores que he
tratado de la misma manera, cuando he tenido el silbato en la mano. Es una
actitud evidentemente soberbia y peligrosa, ya que puede desencadenar en los
futbolistas reacciones violentas.
El árbitro tiene una encomienda muy clara dentro de un
terreno de juego. Es el conductor de ese partido en particular, con sus
características propias y nueva historia. Entrar a dirigir con una carga
emotiva, derivada de un anterior desencuentro con un equipo o jugador en
particular, es una bomba de tiempo. Puede tronar en ese juego o en alguno
posterior, pero a menos que el árbitro, principalmente, pero también los
jugadores involucrados, lo dejen atrás con madurez, el detonador seguirá
activado, en busca de la menor provocación para estallar.
Hace no mucho escribí, de hecho en el relato de la primera
parte de estas crónicas, de un jugador al que le señalé varios fueras de juego.
Olvidé, tramposamente, aclarar que ya le había dirigido un juego en otra liga
tres semanas antes, y se había comportado de una manera poco amable conmigo. Me
cobré algunas de las que me debía, y el detonador estuvo a punto de activarse.
Empecé con el asunto del karma en el primer párrafo, porque
también anoche, en una charla con mi compañera de vida, hablábamos de que todo
en esta vida se regresa, lo bueno y lo malo. No puedo encontrar un mejor
ejemplo de esta afirmación que lo que se lee en estas líneas, aunque lo que me
sorprende es lo rápido que actuó el destino en mi contra. Pudo haber esperado
un poco, y ya entrados en pedidos, que la patada recibida no me hubiera
lesionado como sucedió, porque ya es una semana y la inflamación de la pantorrilla
izquierda no ha bajado.
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