Hace un
par de semanas, un buen amigo, lector de este espacio, me dijo que había
perdido la chispa. Me puse a leer varias veces el artículo que motivó este
comentario, y me di cuenta que estaba en lo cierto. Por eso decidí recuperarla
cuanto antes, y no encontré una mejor manera que abordando el tema que más
chispa tiene en el arbitraje: El llano.
Para
inyectarle una buena dosis de realidad, no me limité a ir a canchas amateurs a
ver partidos de este tipo, no señor. Me fui a arbitrarlos. Les voy a contar lo
que sucedió el domingo anterior, en el poblado de La Calera, cerca del
Aeropuerto Internacional de Guadalajara.
La cita
era a la 1 de la tarde en una cancha del poblado, cubierta casi en su totalidad
por pasto del tipo árabe, osea, pura tierra y pintado con cal.
El
juego era un partido semifinal de ida, de la Liga de Tlajomulco, un municipio
conurbado de Guadalajara. En esta ocasión, fui designado para actuar como
árbitro asistente. Mis compañeros, el otro auxiliar y el central, llegaron unos
minutos después de mí, casi al 10 para la 1. Nos cambiamos rápido a la sombra
de un árbol, tomamos nuestros accesorios y brevemente comentamos acerca del
partido en el camino al centro de campo.
“Les
vamos a marcar todo, no tenemos prisa, y no vamos a guardarnos tarjetas”, nos
dijo Lomelí, un joven árbitro, que está a punto de terminar la carrera de
Medicina. La verdad ni idea tengo de su nombre, aunque tal vez ellos sólo se
acuerden de mí como Levy, y completaba la terna El Cheque.
A pesar
de que tenía cuando menos unos 5 años sin tomar una bandera, muy ufano le dije
a Lomelí que yo me iba del lado que estaba la gente. Nos separaba una malla de
esas de cuadritos, pero que tenía dos entradas de unos 3 metros, que permitían
el libre acceso del público a la cancha. Me gusta tener la presión de mi lado,
y confiaba en manejar las situaciones que se presentaran.
El
primer tiempo estuvo bastante bien arbitrado por mi compañero médico, aunque a
mí sí me tocaron algunos improperios por señalarle tres jugadas de fuera de
juego al delantero estrella del equipo local. Nada que no se pudiera manejar
con una sonrisa o un comentario mordaz.
Lo
bueno llegó a los 10 minutos del segundo tiempo. El marcador era 2-0 para el
local. Descolgada visitante, antes de entrar al área, el delantero es empujado
por un defensa, que lo trastabillea y le impide encarar al arquero en mano a
mano. Fue de mi lado, pero no aprecié la falta. De repente, la tarjeta roja en
alto, y se desató la furia. El portero y otro defensa decidieron que yo podía
hacer algo, pero ni quería, no es mi deber, y además no vi bien la jugada. En
los reclamos salen dos amarillas, una de ellas para un jugador ya amonestado.
Tómala, en un instante, dos expulsados y 30 minutos más de juego.
Alrededor
del minuto 29, el visitante empata y eso se volvió un hervidero. “Ya lo
lograron, ya nos empataron, ahora regálenles una [sic] penal (¿Como la de
Puente Grande o Almoloya?)”, acompañados los gritos de una variedad muy
folclórica de insultos, provenientes de chicos, grandes, señoras, ancianos y
hasta me pareció escuchar a un perro ladrar de manera muy ofensiva.
La
situación que se llevó la tarde fue la de un joven con toda la pinta de narco
junior, que entró por una de las puertas a la cancha, se me acercó a medio
metro, y después de decirme que me iban a sacar con las patas por delante, me
dijo que si les marcaba un penal a favor me daba 10,000 pesos. “Ya vas”, le
dije, “nomás dime cómo le hago para marcar un tiro penal en el área que me
queda a 50 metros”. “Es más, si me dices, yo pongo 10 cartones”. Queridos
lectores, me puso los billetes en la cara, no estaba fanfarroneando, hasta me
los quiso meter en una bolsa del short. Creo que mi respuesta lo sorprendió, y
mejor se regresó atrás de la reja.
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