Ya estuvo del verdadero desastre que organizaron Arellano y Camargo el sábado pasado en el Jalisco. El Cubo sí juega y los dos árbitros no. Justicia a medias, porque el daño ya está hecho. Pero como de todo se aprende, el “Camargogate” me dio una idea de qué compartir en esta oportunidad. Historias verdaderas de árbitros y asistentes, pero que nadie conoce porque suceden en canchas alejadas de los reflectores, perdidas en los paisajes sombríos de la Tercera División.
La primera anécdota sucedió en el Estadio Municipal de Tototlán. Además de una fábrica de leche de un montón de hermanos, en Tototlán no hay nada, salvo un estadio público. Esto ocurrió en algún momento de 2003, honestamente no recuerdo tan bien la fecha, pero sí los hechos.
Se enfrentaba el equipo local contra el Atlético Ecca de la ciudad de León. La diferencia en la tabla era notoria entre ambos (arriba los leoneses), al igual que el nivel futbolístico. La terna la conformaban tres jóvenes árbitros jaliscienses, el central no tanto, de hecho le apodaban “Abuelo”, aunque no era para tanto. Los asistentes eran buenos amigos del central, compañeros de generación, lo que suponía un ambiente de armonía en el vestidor arbitral. Camargo en esos tiempos no figuraba como ahora, pero si hubiera visto este partido, seguro habría tomado muchas ideas para meter su bandera en asuntos que no le incumbían.
El primer tiempo fue un concierto de banderazos de ambos asistentes. Jugadas cerca de ellos, lejos, lejísimos y más, eran ilustradas por sus trapos poseídos. En más de una ocasión el árbitro desestimó sus “recomendaciones”, pero la primera parte de lo bueno sucedió en el vestidor al medio tiempo. El árbitro acostumbraba cargar con dos silbatos en el partido, en caso de cualquier falla de uno, utilizar el otro. En el camino de la cancha al vestuario, separó ambos pitos de la correa que los sujetaba, y una vez en la privacidad del recinto arbitral, se los lanzó a ambos compañeros, diciendo: “Ai ta' cabrones, piten ustedes y luego me avisan cómo quedaron”. Aparentemente las disculpas fueron sinceras y ambos se comprometieron a realizar su labor de manera más seria y eficaz. Pero el final del juego tenía preparado otro desenlace.
Corría el minuto 90. Tototlán daba la sorpresa al vencer 3-1 a los visitantes, que atacaban con todo en busca de la hazaña del empate. Tres minutos añadió el juez. En una típica jugada en la que el delantero busca la esquina más lejana a su portería para terminar con el tiempo, se sucedieron una serie de rebotes que provocaron saques de banda y de esquina a favor del local que hacía sus tretas para terminar con el segundero. Cualquier asistente con un dedo de frente y la más mínima experiencia, sabe que el balón debe de salir de esa zona cuanto antes para evitar conflictos. Pero en esta ocasión, el asistente decidió no abusar de su bandera, y después del tercer saque de banda y segundo de esquina, un desesperado jugador visitante atizó con todo a un local. Esto derivó en una serie de empujones, golpes y mentadas al por mayor. Saldo: Tres expulsados y un partido echado a la basura en el último minuto.
El segundo caso que les voy a contar sucedió en Manzanillo, un año antes del episodio de Tototlán. En esta ocasión, el árbitro de Tototlán aún era asistente novato. Era la última jornada, el equipo local ya estaba clasificado a la Liguilla y el visitante no tenía nada que pelear. Manzanillo ganaba por varios goles y se contaban los últimos instantes del juego. En una jugada muy cerca de la esquina, justo en las narices del asistente, el capitán del equipo porteño barre con todo a un visitante. Por la cercanía, el de la bandera no aprecia en su totalidad la acción, pero sí escucha clarito el grito del agraviado. Parecía una falta artera. Tenía todos los elementos. Barrida fuerte, salto espectacular y lamento que se escuchaba genuino. El de amarillo ese día agitó su bandera con firmeza y señaló al árbitro, con una seña discreta, que la jugada ameritaba tarjeta roja. Su compañero, que se encontraba lejos, confió en su auxiliar.
Pero…. malditos peros. Cuando las asistencias atendían al presunto lesionado, se develó la verdad. Sí estaba lastimado, el dolor era real, pero era por un calambre, producto de saltar para evitar el golpe de su adversario. En resumen, la jugada no era ni siquiera falta. Las consecuencias fueron serias, mas nadie se enteró y nunca pasó nada, pero el árbitro terminó una racha de todo un torneo sin expulsar jugadores, el capitán manzanillense se perdió el primer juego de la Liguilla y el asistente aprendió una gran lección. Meses después, sus compañeros en Tototlán le sirvieron una taza de su propio chocolate.
Moraleja. El árbitro arbitra, el asistente asiste y el jugador juega. Cuando uno de ellos intenta hacer la labor de otro, el resultado pocas veces es positivo. Es una perogrullada enome, pero con mucha verdad.
TA S
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