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miércoles, 20 de junio de 2012

Crónicas llaneras II


Esta segunda entrega de la serie lleva un título general, aunque también podría ser “El Karma”. Los pongo un poco en contexto. Hace como un año regresé a las canchas como futbolista, actividad que tenía ya una buena cantidad de años sin hacer de manera organizada. Mi equipo, Camerún, participa en la Liga del Ciencias. Es una competición principalmente recreativa, compuesta por equipos de alumnos, egresados, personal e invitados del Instituto de Ciencias, un prestigioso colegio tapatío.

En mis años mozos, antes de convertirme en árbitro, era el azote de los silbantes. Una vez que me pasé al lado oscuro de la fuerza, dejé de jugar por aproximadamente 10 años. Ahora que volví a calzarme los “tacos” y las espinilleras, me prometí que dejaría de ser el gritón oficial, para dedicarme a jugar. No lo he conseguido del todo, pero mi conducta es bastante mejor que en mi anterior época de pateabalones.

Con el paso de los partidos, he ido conociendo a los árbitros que dirigen nuestros partidos. El jefe de ellos, al que cariñosamente llamaremos “Zorro” (no por sus conductas personales, sino porque es la mascota oficial del Atlas), es en términos llanos, un silbante del ídem, con cierta experiencia y algo de capacidad, pero un grave defecto: es rencoroso. Nos ha arbitrado en los dos últimos partidos que hemos jugado. En el primero tuvimos un ligero altercado por una serie de marcaciones que realizó, pero aparentemente no había pasado a mayores. Iluso yo.

El miércoles de la semana pasada (13 de junio), jugamos un partido pendiente. En la primera pelota que tomé, un adversario me hizo una entrada muy alevosa por la espalda. El “Zorro” se tragó el silbato, lo que me molestó bastante, reclamé fuerte y hasta amarilla me gané. De ahí en adelante, fue un concierto de marcaciones en contra mía y de mi equipo.

Al final, el marcador fue una derrota dolorosa por 1-0 ante una banda de chamacos pretenciosos, que disfrutó burlándose de mi equipo, ante la complacencia del árbitro.

No pude dejar de recordar a tantos y tantos jugadores que he tratado de la misma manera, cuando he tenido el silbato en la mano. Es una actitud evidentemente soberbia y peligrosa, ya que puede desencadenar en los futbolistas reacciones violentas.

El árbitro tiene una encomienda muy clara dentro de un terreno de juego. Es el conductor de ese partido en particular, con sus características propias y nueva historia. Entrar a dirigir con una carga emotiva, derivada de un anterior desencuentro con un equipo o jugador en particular, es una bomba de tiempo. Puede tronar en ese juego o en alguno posterior, pero a menos que el árbitro, principalmente, pero también los jugadores involucrados, lo dejen atrás con madurez, el detonador seguirá activado, en busca de la menor provocación para estallar.

Hace no mucho escribí, de hecho en el relato de la primera parte de estas crónicas, de un jugador al que le señalé varios fueras de juego. Olvidé, tramposamente, aclarar que ya le había dirigido un juego en otra liga tres semanas antes, y se había comportado de una manera poco amable conmigo. Me cobré algunas de las que me debía, y el detonador estuvo a punto de activarse.

Empecé con el asunto del karma en el primer párrafo, porque también anoche, en una charla con mi compañera de vida, hablábamos de que todo en esta vida se regresa, lo bueno y lo malo. No puedo encontrar un mejor ejemplo de esta afirmación que lo que se lee en estas líneas, aunque lo que me sorprende es lo rápido que actuó el destino en mi contra. Pudo haber esperado un poco, y ya entrados en pedidos, que la patada recibida no me hubiera lesionado como sucedió, porque ya es una semana y la inflamación de la pantorrilla izquierda no ha bajado.

La próxima vez que me encuentre a un “amigo” futbolista en una cancha, tengan la certeza de que lo pensaré dos veces antes de comenzarle a cobrar facturas pendientes. Ah, pero si en ese juego empieza a llenar la comanda, la cuenta se la llevaré ahí mismo, para que podamos entrar en ceros la siguiente ocasión.

miércoles, 13 de junio de 2012

El Viejo y el Nuevo Mundo


En las convenciones sociales naturales del pensamiento humano, lo nuevo regularmente supera a lo viejo. Supone que la evolución de algo que ya sucedió hace tiempo, marcará un desarrollo en la utilidad o en la cosmovisión de las cosas. En un montón de situaciones mundiales puede ser cierto, pero en el futbol y el arbitraje, se echa a tierra toda esa lógica.

Como es costumbre, el mundo del futbol es regido por Europa, continente que “cariñosamente” llamamos el Viejo Mundo, por sus civilizaciones premodernas, que dictaron el rumbo de la humanidad en el último milenio. Por otra parte, el descubrimiento de América suposo un hito en la Historia, y el mote de Nuevo Mundo fue un paso lógico para su definición. Si consideráramos que en el futbol lo nuevo superara a lo viejo, estamos muy equivocados.

En los últimos días, hemos estado expuestos a dos competiciones futbolísticas de índole totalmente dispar. Por un lado, la espectacular Euro 2012, con selecciones plagadas de estrellas y un cuerpo arbitral bien capacitado, bien pagado y con un criterio muy avanzado de lo que es “El Juego del Hombre” (un saludo hasta el Cielo a Don Ángel Fernández). En la otra cara de la moneda, el inicio de las Eliminatorias de Concacaf, en donde participan equipos muy modestos, por decirlo de una manera caritativa, y árbitros de paupérrimo nivel.

En la práctica, los que parecemos del Viejo Mundo somos los habitantes del lado occidental del Atlántico. Nada de evolución, nada de espectacularidad y nada de capacitación para sus jueces. Los que han avanzado notablemente en la escala evolutiva son los europeos, con sus filosofías de juego limpio, lealtad, hombría y orgullo.

Leí en días pasados, que en la Euro 2012 hay una o dos jugadas por partido que en nuestro continente nos escandalizan por no ser castigadas con expulsión, cuando en Polonia y Ucrania, en ocasiones se quedan con la simple marcación de la falta o amonestación. No se trata de criterio mal aplicado o capacitación arbitral (salvo los españoles que han demostrado estar más cerca de América que de Europa), es la concepción que tienen del juego y la aplicación de sus reglas. En cambio, los jueces americanos no sancionan con tarjetas amarillas o rojas, jugadas evidentemente desleales y violentas, que no tienen nada que ver con las patadas y disputas del balón de los europeos. Acá sí se trata de un tema de incapacidad y falta de valor.

En términos futbolísticos, que se pueden aplicar a la vida diaria, es cierto que América se caracteriza por la picardía de sus habitantes, la alegría y el desparpajo. La rigidez europea, la disciplina y demás actitudes que consideramos “cuadradas”, marcan las diferencias más notables entre nosotros los “nuevos” y aquéllos los “viejos”. Como ferviente defensor de los matices en cada aspecto de la vida, ambas regiones deberían contagiarse de lo bueno de una y otra, para alcanzar un nivel de equilibrio que junte lo mejor de los dos mundos, aunque por ahora, hay poco que pueda aportar América a Europa.

@javierglevy

martes, 5 de junio de 2012

Crónicas llaneras I


Hace un par de semanas, un buen amigo, lector de este espacio, me dijo que había perdido la chispa. Me puse a leer varias veces el artículo que motivó este comentario, y me di cuenta que estaba en lo cierto. Por eso decidí recuperarla cuanto antes, y no encontré una mejor manera que abordando el tema que más chispa tiene en el arbitraje: El llano.

Para inyectarle una buena dosis de realidad, no me limité a ir a canchas amateurs a ver partidos de este tipo, no señor. Me fui a arbitrarlos. Les voy a contar lo que sucedió el domingo anterior, en el poblado de La Calera, cerca del Aeropuerto Internacional de Guadalajara.

La cita era a la 1 de la tarde en una cancha del poblado, cubierta casi en su totalidad por pasto del tipo árabe, osea, pura tierra y pintado con cal.

El juego era un partido semifinal de ida, de la Liga de Tlajomulco, un municipio conurbado de Guadalajara. En esta ocasión, fui designado para actuar como árbitro asistente. Mis compañeros, el otro auxiliar y el central, llegaron unos minutos después de mí, casi al 10 para la 1. Nos cambiamos rápido a la sombra de un árbol, tomamos nuestros accesorios y brevemente comentamos acerca del partido en el camino al centro de campo.

“Les vamos a marcar todo, no tenemos prisa, y no vamos a guardarnos tarjetas”, nos dijo Lomelí, un joven árbitro, que está a punto de terminar la carrera de Medicina. La verdad ni idea tengo de su nombre, aunque tal vez ellos sólo se acuerden de mí como Levy, y completaba la terna El Cheque.

A pesar de que tenía cuando menos unos 5 años sin tomar una bandera, muy ufano le dije a Lomelí que yo me iba del lado que estaba la gente. Nos separaba una malla de esas de cuadritos, pero que tenía dos entradas de unos 3 metros, que permitían el libre acceso del público a la cancha. Me gusta tener la presión de mi lado, y confiaba en manejar las situaciones que se presentaran.

El primer tiempo estuvo bastante bien arbitrado por mi compañero médico, aunque a mí sí me tocaron algunos improperios por señalarle tres jugadas de fuera de juego al delantero estrella del equipo local. Nada que no se pudiera manejar con una sonrisa o un comentario mordaz.

Lo bueno llegó a los 10 minutos del segundo tiempo. El marcador era 2-0 para el local. Descolgada visitante, antes de entrar al área, el delantero es empujado por un defensa, que lo trastabillea y le impide encarar al arquero en mano a mano. Fue de mi lado, pero no aprecié la falta. De repente, la tarjeta roja en alto, y se desató la furia. El portero y otro defensa decidieron que yo podía hacer algo, pero ni quería, no es mi deber, y además no vi bien la jugada. En los reclamos salen dos amarillas, una de ellas para un jugador ya amonestado. Tómala, en un instante, dos expulsados y 30 minutos más de juego.

Alrededor del minuto 29, el visitante empata y eso se volvió un hervidero. “Ya lo lograron, ya nos empataron, ahora regálenles una [sic] penal (¿Como la de Puente Grande o Almoloya?)”, acompañados los gritos de una variedad muy folclórica de insultos, provenientes de chicos, grandes, señoras, ancianos y hasta me pareció escuchar a un perro ladrar de manera muy ofensiva.

La situación que se llevó la tarde fue la de un joven con toda la pinta de narco junior, que entró por una de las puertas a la cancha, se me acercó a medio metro, y después de decirme que me iban a sacar con las patas por delante, me dijo que si les marcaba un penal a favor me daba 10,000 pesos. “Ya vas”, le dije, “nomás dime cómo le hago para marcar un tiro penal en el área que me queda a 50 metros”. “Es más, si me dices, yo pongo 10 cartones”. Queridos lectores, me puso los billetes en la cara, no estaba fanfarroneando, hasta me los quiso meter en una bolsa del short. Creo que mi respuesta lo sorprendió, y mejor se regresó atrás de la reja.

Al final del juego no hubo más conflictos, esperamos a que la gente abandonara el terreno y regresamos a casa todos llenos de tierra, insultados, asoleados, y con 1,320 pesos que nos repartimos entre los tres. A los asistentes nos tocaron 330 pesotes y al central como 550, ya descontados los porcentajes que pagamos al que designa. Eso es futbol base, del más elemental, en el que la chispa y el ingenio, hacen la diferencia entre un partido sin problemas, y una catástrofe.